lunes, 28 de noviembre de 2011

49


     Lo volví a mirar. Él parecía no darse cuenta. Tal vez se hacía el boludo. Durante el viaje casi no habíamos cruzado palabra. Caferri festejaba su cumpleaños en una quinta que los padres tenían en Derqui. En otras circunstancias yo no hubiera ido; no me la bancaba a la Gorda. En realidad, a esa altura, no me bancaba a nadie.
     Bajé la vista y le miré los pies; la tierra de la calle le ensuciaba los zapatos. Cuando nos encontramos los tenía recién lustrados. Él también miraba para abajo. Tal vez pensaba en eso: en sus zapatos.
     Miré el cartel: La Calandria. Teníamos que ir hasta El Zorzal y por esa hasta Las Amapolas. Todas las calles tenían nombres de pájaros o de flores.
     Lo miré otra vez. El día anterior se había cortado el pelo y antes de salir se lo había peinado con gel. Tenía puesta una camisa blanca. Sobre los hombros llevaba un pulóver por si refrescaba; habían anunciado lluvia.
     Miré el cielo; ya se estaba nublando. El aire estaba quieto y cargado de humedad. Si al día siguiente llovía, no iba a haber pileta. Pensé en los pibes. No iban a poder comprobar si Caferri tenía el culo caído.
     Llegamos a El Zorzal y él rompió el silencio.
     —Uaaau, mirá cuántos sapos… —Sonrió—. En la casa de mi abuela, en Formosa, siempre había un montón de sapos. ¿Y sabés lo que hacía yo?
     Puse cara de no saber.
     —Los agarraba y me ponía a ver la tele con ellos —dijo.
     Me reí.
     —¿Y por qué hacías eso?
     —Porque pensaba que eran mis amigos… Entonces les contaba cosas de los dibujitos. De qué se trataban, quiénes eran los buenos, quiénes eran los malos… —Se rió—. A veces me meaban y los tenía que dejar…
     Me acordé de la tortuga y el triciclo.
     —¡¿A todos los animales los hacías mear, hijo de puta?!
     Tardamos bastante en recuperar el aliento. Me sentía aliviado; hasta ese momento había estado convencido de que se había ofendido conmigo.
     —¿Esos no son algunos de los pibes? —me preguntó.
     Forcé la vista.
     —Ese que está parado es el Tano —dije.
     Los otros dos se habían caído al piso jugando a pegarse. Eran Lautaro y Boglioli. El Tano les dijo algo. Ellos se incorporaron y miraron para nuestro lado mientras se sacudían la ropa.
     —¿Cómo va? —nos preguntó el Tano cuando los alcanzamos.
     —Todo bien —le respondí.
     Nos estrechamos las manos.
     —¡Esa, campeón! —dijo Boglioli—. ¡Mirá cómo estás vestido! ¡Si no te la levantás con esa camisa, no te la levantás con nada!
     Maidana sonrió; se notaba que se sentía incómodo.
     —Nos tendrías que haber avisado que ibas a venir así, boludo… —le dijo Lautaro—. Ahora al lado tuyo vamos a parecer unos crotos…
     —Qué fenómeno…
     Boglioli le palmeó la espalda y seguimos andando.
     —El Zorzal y Las Amapolas era, ¿no? —me preguntó el Tano.
     Asentí.
     Lautaro y Boglioli se empezaron a pegar de nuevo mientras caminaban. En un momento, Lautaro se cayó al piso. Aprovechó para agarrar un sapo y tirárselo a Boglioli. Se lo encajó en el medio de la jeta.
     —¡Qué asco, hijo de puta!
     Lautaro se mataba de la risa. Boglioli lo empezó a correr. A unos metros, logró sujetarlo de un brazo y le restregó un sapo por la cara.
     —¡Pará, pará, boludo! ¡La petaca!
     La cadera de Lautaro había golpeado contra un árbol.
     —Uh, boludo… ¿Se rompió?
     Lautaro sacó una petaca de whisky de su bolsillo y comprobó su estado.
     —No, está bien…
     Nos detuvimos mientras recuperaban el aliento.
     —Che, no va a alcanzar una mierda… —dijo Boglioli.
     —¿Qué te hacés el guacho bebedor si después te tomás dos tragos de cerveza y terminás vomitando? —le dijo el Tano.
     —No, boludo, no fue por la cerveza… —intervino Lautaro con tono burlón—. Fue por las albóndigas que le hizo la mamá…
     —Aaah, cieerto… Esta vez seguro que le cae mal el asado.
     Lautaro se rió. Boglioli cambió de tema.
     —Che, boludo, dame un pucho y hacemos reventar a un sapo.
     El Tano puso cara de «¿Qué decís?».
     —Ni en pedo… —dijo—. No te convido a vos y le voy a dar a un sapo…
     Lautaro se rió.
     —Dale, pelotudo, no te ortibés… —insistió Boglioli—. Después te compro un atado…
     —Siempre decís lo mismo, rata.
     —Dale, no seas forro…
     —Además eso es con los escuerzos —dijo Lautaro—. No sé si funciona con los sapos.
     —Vamos —dijo el Tano.
     Un sapo vino volando y se estrechó contra su pecho. Lo había lanzado Boglioli usando una rama a modo de palo de golf. El Tano miró la mancha que le había quedado en la remera, lo miró a Boglioli y se inclinó para agarrar el sapo. Boglioli salió corriendo. Cuando el Tano lo alcanzó, le rodeó el cuello con un brazo.
     —Te lo vas a comer, hijo de puta…
     Boglioli mantenía la boca cerrada, con los labios para adentro. El Tano le trataba de meter el sapo.
     —Dale un beso, boludo. Dale…
     Boglioli forcejeaba pero no lograba zafarse.
     —A ver si se convierte en una mina… Dale…
     —Dejalo, boludo… Qué asco… —intervino Lautaro. Después de una pausa agregó—: Pobre sapo…
     El Tano se rió.
     —¡Pará, hijo de puta! —gritó Boglioli.
     El Tano lo soltó y tiró el sapo.
     —Dale, vamos —dijo.
     Boglioli se limpió la boca con el dorso de la mano y escupió varias veces. Seguimos caminando.
     —¿Trajiste música, Olarticoncha? —me preguntó el Tano.
     —No. ¿Vos?
     —Tampoco. Iba a traer pero me olvidé.
     —Yo sí traje —dijo Boglioli—. Espero que la Gorda no se ortibe y me deje poner.
     —¿Qué trajiste?
     —Hermética, Metallica, Pantera yy… —sacó los cassettes de su bolsillo y se fijó— Maiden.
     —El de Maiden capaz que te lo deja poner —dijo Lautaro—, pero los otros no creo.
     —De Pantera traje el que te gusta a vos, Maidana…
     Maidana sonrió pero no dijo nada.
     —¿De Metallica qué trajiste? —preguntó el Tano.
     —And justice for all.
     —Es un bodrio ese disco…
     —Ta bueno, boludo…
     Lautaro le pegó una patada a un sapo haciéndolo estrellarse contra un árbol. El sapo quedó panza arriba moviendo las patas en el aire.
     —Uh, boludo… —dijo Boglioli—. Jueguito con un sapo, dale…
     —Mirá lo que hace este pelotudo —dijo el Tano—. Dale, boludo… Vamos…
     Boglioli dejó caer el sapo y comenzó a andar de nuevo.
     —Qué amargo que sos, eh…
     —Qué amargo que sos, eh… —repitió el Tano con voz de mogólico.
     —Te sale re-bien, Corky…
     —¿Dónde está el otro?
     El Tano se dio vuelta buscando a Lautaro. Se había quedado tratando de ensartar a un sapo con un palo.
     —Dale, boludo… ¿Qué estás haciendo?
     Se lo hundía en el lomo pero no lograba engancharlo; el agujero se agrandaba cada vez más.
     —Aguantá…
     Las patas del animal se crispaban.
     —Dale que tengo hambre…
     Frustrado, Lautaro pateó al sapo. Boglioli se corrió para que no le pegara en la pierna.
     —La concha de tu madre… Qué asco…
     El sapo se alejó arrastrándose.
     —Igual el viejo de la Gorda recién debe estar encendiendo el fuego —dijo Lautaro.
     —Sí —dijo el Tano—, pero algo para ir picando debe haber.
     —Esperemos —dijo Boglioli.
     —¿Y? ¿Nervioso, Maidana? —preguntó Lautaro.
     Maidana dudó.
     —Un poco…
     El Tano le palmeó la espalda.
     —Tranquilo, campeón… Todo va a estar bien…
     —¡Esta noche la rompés, Maidana! —exclamó Boglioli.
     —Che, ¿y trajiste la mallita para bañarte con ella? —preguntó el Tano.
     —No —dijo Maidana.
     —Con este tiempo no da, ¿no?
     Maidana negó con la cabeza.
     —Qué bajón, boludo… —dijo Lautaro—. No vamos a poder ver a las minitas en bikini…  
     —Y no le vamos a poder ver el culo a la Gorda —dijo Boglioli.
     —Mirá en lo que pensás… —dijo el Tano—. ¿Tanto culo para ver y querés ver el de la Gorda?
     Boglioli se defendió.
     —Para ver si lo tiene caído, boludo…
     —¿Y al Turco también se lo vas a mirar?
     Hablaba del otro Turco: Marcela Zappietro. Ella era gorda en serio.
     —No, boludo… Tampoco la pavada…
     Se rieron.
     —Che, boludo, ¿si no llueve cómo vamos a hacer? Si el Turco se mete a la pileta, no entra nadie más…
     —Nos vamos a tener que turnar —dijo Lautaro—. Un rato el Turco, un rato todos los demás, un rato el Turco, un rato todos los demás…
     —¡Hijo de puta! —gritó Boglioli de repente, y con un palo que había agarrado le dio varios golpes a un sapo, como con furia.
     El Tano y Lautaro se rieron. El sapo quedó tirado en la calle, con un agujero al costado por el que asomaban sus entrañas.
     —A ver, ¿a quién más le podés mirar el culo? —dijo el Tano—. A Godín, todo negro y peludo…
     Se rieron.
     —Qué asco, boludo… —dijo Boglioli—. Mirá lo que me hacés imaginar…
     —Y el de la Muerta, todo blanco… —dijo Lautaro.
     —¡Pero peludo también! —agregó el Tano.
     —¡La Bizcocho debe tener una nalga torcida!
     —Qué hijo de puta…
     —¡Y Cabecilla lo tiene más grande que la cabeza!
     Boglioli se rió solo. Los otros se lo quedaron mirando.
     —Ni para hacer chistes servís —dijo Lautaro—. Todo el mundo tiene el culo más grande que la cabeza, nabo…
     —¿Y el de Bresciani? —preguntó el Tano.
     —El de Bresciani está bueno, boludo… —dijo Boglioli—. No me podés decir que no…
     —Lástima que tenga tantos dientes…
     —Hasta en el culo debe tener…
     Se rieron.
     —Che, Maidana —dijo Boglioli—, cambiá la cara que esta noche es tu noche…
     —¡Hoy te la ganás! —exclamó el Tano y le palmeó la espalda.
     Lautaro empezó a aplaudir marcando el ritmo y se puso a cantar.
     —¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá! ¡Vamos flaco todavía, que estás para ganar!
     Boglioli se le sumó.
     —¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá! ¡Vamos flaco todavía, que estás para ganar!
     —¿Cómo seguía? —preguntó Lautaro.
     —Con esa pilcha nueva, estás super pintón —cantó Boglioli—. Zapatos de primera, zapatos de charol…
     —Cualquiera, boludo… No decía eso…
     —¿Qué decía?
     Lautaro pensó.
     —No me acuerdo… Lo de la pilcha sí, pero zapatos dos veces no decía…
     —¿Vos no te acordás, Tano?
     —No, pero después decía: tocala de primera, jugá de matador…
     Los otros se le sumaron.
     —¡No la tirés afuera, que estás en ganador! ¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá! ¡Vamos flaco todavía, que estás para ganar!
     Siguieron repitiendo el estribillo. Mientras el Tano y Lautaro marcaban el compás aplaudiendo, Boglioli lo hacía palmeando la espalda de Maidana. De repente gritó: «¡Estás para ganar, campeón!», y le revolvió el pelo. Maidana se apartó de él y se llevó las manos a la cabeza.
     —¡Pará, boludo, que lo despeinás! —dijo Lautaro.
     —Uy, perdoná… —dijo Boglioli—. ¿Tenés peine?
     Maidana asintió. Sacó uno del bolsillo trasero de su pantalón.
     —Qué boludo… Perdoname… Fue de onda, eh…
     —Todo bien —dijo Maidana mientras se peinaba.
     —Suerte que viniste equipado —dijo Lautaro.
     —Y… A Maidana no se le escapa una… —dijo el Tano.
     Boglioli pegó un salto y aplastó a un sapo con los dos pies.
     —Uh, mirá cómo quedó…
     Algunas entrañas se le habían salido por la boca, otras por los costados. Así y todo, se seguía moviendo. 

2 comentarios:

  1. Me encanta como escribís, me haces acordar a Birmajer. Empecé desde el principio, Miguel me encanta, me siento identificada cuando flashea e inventa historias en su imaginación.
    Ayer a la tarde empecé voy por el 20, si bastante lento, pero bueno. Tranqui.

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  2. ¡Gracias! Muchas gracias por el elogio. Me alegro mucho de que te guste.
    ¡Que vayas por el 20 no me parece lento! Y más siendo que estás leyendo la novela por la compu.
    ¿Vos también te inventabas/inventás historias en tu imaginación?
    Saludos.
    Muchas muchas gracias por pasar y comentar.

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